Atardecía. Había llovido intensamente durante varios días, mucho más de lo que nadie hubiera recordado. La tierra se empapó de agua hasta ahogarse y el cielo quedó seco de tanto llorar.
En un momento en que el silencio que precede a la noche se hizo amo y señor, se produjo un suave seísmo, uno de tantos que agitaban esa zona de la tierra de vez en cuando. Triunfante en innumerables desafíos anteriores del tiempo y de los hombres esta vez, sin embargo, la diosa se estremeció y se vino abajo derrotada, casi sin levantar polvo y convirtiéndose en rojo barro que los años venideros arrastrarían hasta el cauce del río que la circundaba.
Así, un siglo quinto del tercer milenio, acabó la Alhambra. Su suerte -deseada por muchas deidades venidas a menos- fue que, en aquella desgracia, ningún testigo diera testimonio de tan trágica pérdida. La humanidad, que la construyó y admiró durante siglos, hacía varias décadas que no existía, extirpada de la faz de la tierra por un desconocido virus que llegó de improviso, quizá de las estrellas, y contra el que no se pudo descubrir cura alguna.
Sólo un grupo de roedores, habitantes de sus entrañas, y dos docenas de pequeños murciélagos, que revolotearon asustados de aquí para allá bajo los cielos encapotados y entristecidos, parecieron dar, con sus chillidos estridentes en el sepulcral silencio del cercano valle, un último y sentido adiós a la bermeja joya de Ibn Zamrak.
En un momento en que el silencio que precede a la noche se hizo amo y señor, se produjo un suave seísmo, uno de tantos que agitaban esa zona de la tierra de vez en cuando. Triunfante en innumerables desafíos anteriores del tiempo y de los hombres esta vez, sin embargo, la diosa se estremeció y se vino abajo derrotada, casi sin levantar polvo y convirtiéndose en rojo barro que los años venideros arrastrarían hasta el cauce del río que la circundaba.
Así, un siglo quinto del tercer milenio, acabó la Alhambra. Su suerte -deseada por muchas deidades venidas a menos- fue que, en aquella desgracia, ningún testigo diera testimonio de tan trágica pérdida. La humanidad, que la construyó y admiró durante siglos, hacía varias décadas que no existía, extirpada de la faz de la tierra por un desconocido virus que llegó de improviso, quizá de las estrellas, y contra el que no se pudo descubrir cura alguna.
Sólo un grupo de roedores, habitantes de sus entrañas, y dos docenas de pequeños murciélagos, que revolotearon asustados de aquí para allá bajo los cielos encapotados y entristecidos, parecieron dar, con sus chillidos estridentes en el sepulcral silencio del cercano valle, un último y sentido adiós a la bermeja joya de Ibn Zamrak.
(Editado en la Revista Aldaba nº 5 (enero-abril 2008), Sevilla) ©Francisco J. Segovia
2 comentarios:
Al menos no estábamos allí para llorarla...
Excelente relato,Francisco.
He llegado hasta tu página a través del buscador, siguiendo la pista de "Orola", pues me acaban de conceder, aún lo estoy digeriendo, el II Premio Orola de Vivencias.
Gracias, Jesús.
Acabo de leer tu vivencia, y no me extraña que hayas conseguido el primer premio. ¡Enhorabuena!
Yo estoy aguardando que Orola anuncie la antología definitiva, para ver si hay suerte y la vivencia que envié está incluida en la misma.
Y de nuevo, gracias por escribir en este modesto blog. Espero seguir teniendo noticias tuyas.
Un abrazo
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