(Óleo de Juan Antonio Galindo)
La carga es pesada, muy pesada. Las bestias murmuran plegarias a dioses sin piedad, y el amo fustiga con látigos de tiempo. Caminan gachos, con las miradas fijas en la tierra que pisan, en el camino que desbrozan con sus pies calzados con gastadas sandalias. Las bestias humanas rara vez miran al frente y, cuando lo hacen, sus ojos no ven más que el final del trayecto en el gigantesco almacén, o en el camión que espera sin pausa ni sosiego.
Cada día sus espaldas se doblan más. El saco se agranda, y ellos empequeñecen, y se hacen diminutos, casi inexistentes. Llega una buena mañana, entre dolores de huesos que se deshacen, en que sus labios besan la tierra que han pisado, y sus cuerpos, polvo que al polvo quiere volver, se rinden y no se levantan más. El látigo del tiempo vuelve a levantarse y golpea a otras bestias diferentes que han tomado el lugar de los caídos.
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