Hace frío en este mes de enero. El viento sopla sobre las alamedas con su hiemal aliento. La sierra, al fondo de un paisaje límpido y expectante, brilla con el reflejo de los primeros rayos de sol sobre sus cumbres nevadas. El aire huele a silencios.
Cerca del río, triste metáfora de un final anunciado, una comitiva triste termina su recorrido. Él, su rey, baja del caballo en el que ha venido desde su palacio en la colina roja y, acompañado por sus más leales, se acerca a la pequeña alameda que es su destino. Frente a ellos, otra comitiva, ésta alegre y festiva, soberbia y altiva.
Apenas se intercambian palabras. Unas llaves cambian de manos, un pueblo, de destino. El rey triste, encadenado por los siglos a la pérdida del paraíso, monta de nuevo y se aleja más de la ciudad de la colina bermeja. Una extraña y repentina bruma comienza a cubrir la vega, el río, la ciudad, la lejana sierra...
La ciudad, bella entre las bellas, tiembla en sus cimientos al contemplar a los nuevos amos acercándose a sus murallas. Sabe, en lo más hondo de su alma, que ahora empieza su decadencia.
De eso, memoria dolorosa, hace ya más de quinientos años.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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