Desde
que llegó al cuartel sentí simpatía por aquel joven vizcaíno, alto y serio, que
no hablaba con nadie y tenía una mirada que se perdía en el horizonte.
Nos
hicimos buenos amigos. Entre susurros cómplices me dijo que le habían prohibido
hablar en euskera, con la amenaza de encerrarlo en el calabozo, o llevarlo ante
un tribunal militar. La impotencia y la rabia se reflejaban entonces en sus
labios cerrados y sus palabras mudas. Yo jamás entendí que a alguien se le
persiguiera por hablar su lengua materna, y me sentí identificado con él desde
el principio.
Con
Iker, cuya seriedad no era otra cosa que amoldarse ante las circunstancias,
siempre podía contar para que me hiciera algún favor, o hablarle con confianza
sobre la posible infidelidad de mi novia. Él también me confesaba sus ideas
políticas, y su malestar por tener que realizar un servicio militar obligatorio
que no le gustaba.
Un día, el
general a cargo del cuartel convocó a toda la tropa en el patio de armas, y
lanzó la acusación de que alguien había sustraído fusiles de asalto y munición
del polvorín.
Nos
interrogaron a todos; de uno en uno y en grupos. Una tarde de domingo varios
soldados armados llegaron al barracón y se llevaron arrestado a Iker. Lo
acusaban de la sustracción. “Es vasco, además”, añadió el suboficial a su mando
superior mientras se lo llevaban, como si su sola procedencia fuera motivo
suficiente para condenarlo.
Varios
meses después aparecieron las armas y la munición… que habían sido vendidos por
el propio general a un armero de una ciudad del levante español. Nunca más supe
de Iker, aunque supongo que debió regresar directamente a su Vizcaya natal, sin
pasar por el cuartel para evitar que fuese la muestra viviente de la injusticia
cometida contra él.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos