EL PODER DE UN DIOS
Un buen día, amanecí diferente. Hasta entonces había sido
una persona normal, con mis defectos y mis virtudes, mis necesidades básicas y mis
aspiraciones irrealizables. A partir de aquella mañana, todo cambió: me había
convertido en un dios. Era omnímodo. Nada me resultaba imposible. Sabía todo lo
que pasaba, y mil millones de pensamientos recorrían mi mente en cuestión de
microsegundos. Podía estar en todos sitios, y controlar hasta la más ínfima
brizna de hierba. Desde la infancia había querido ser un superhéroe, pero lo
que me había sucedido superaba todas mis expectativas.
Una millonésima de segundo después de darme cuenta de mi
radical metamorfosis, decidí transformar el mundo. Siempre había despotricado
contra los gobernantes y los sistemas sociales injustos. Ahora era el momento
de cambiar las cosas. Lancé un mensaje que ocupó todas las emisiones de radio y
televisión, y que nadie pudo censurar: iba a aparecer en la sede de las
Naciones Unidas, para exigir a todos los gobiernos una política diferente. Era
el momento que la humanidad necesitaba para salir de la crisis.
Por supuesto, tuve que hacer un par de “demostraciones”
de mi nuevo poder; Venus varió de órbita, colocándose en una similar a la de la
Tierra, con lo que su futuro como colonia terrestre se hacía viable. También la
Luna adquirió una masa gravitacional suficiente para permitir que una gran
atmósfera la cubriera por completo. Fue suficiente para convencer a hombres y
mujeres de que yo tenía el poder y la fuerza.
El día señalado aparecí como una luz potente y magnífica
en la sala de conferencias de las Naciones Unidas. Todos esperaban expectantes
mis promesas y mis milagros. Llegó mi momento, y entonces, hablé:
“No soy vuestro dios, pero puedo ser vuestro Armagedón. Haced
las cosas de otra forma o destruiré vuestro mundo. Tenéis un año para hacerlo”.
Nada más. Estaba en manos de la humanidad transformar su
conducta y salvar el planeta. Realmente, Yo era un Dios.
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