Era el mejor planeta de la galaxia. Eso al menos pensaba Campbell, que se paseaba ufano por un terreno cubierto por un suave césped, de un color verde esmeralda. Maravilloso, sin lugar a dudas, porque todas las estaciones eran iguales y siempre era primavera. Los árboles frutales se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y los ríos fluían lentamente con sus aguas limpias y frescas.
Llovía si era menester, casi con puntualidad. El vientecillo soplaba cuando la temperatura subía unas décimas siquiera, y las nubes desaparecían si hacía falta que el sol calentase un poco más la tierra y a sus seres vivientes.
Era un mundo perfecto, se dijo Campbell, listo para dar a conocer al resto de la humanidad.
Claro que había tenido que trabajar a fondo… para instalar un enorme cerebro positrónico en su núcleo. Un cerebro que controlaba hasta la última brizna de yerba que existía sobre el planeta.
No debió extrañarle, además, que una enorme planta carnívora, creada ex profeso por el cerebro del planeta, acabase con su vida: a fin de cuentas, Campbell no era para su creación sino un virus extraño que podía contaminarlo todo…
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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