NO
TENÍA MEMORIA
Aquella mujer no tenía
memoria. Regaba el jardín aún después de que hubiese llovido unos minutos
antes, y tomaba el café inmediatamente antes del almuerzo. Cubierta por un chal
negro que se manchaba con alguna cana caída, la anciana se asomaba por la
ventana para contemplar el cielo sin nubes, o dejaba el grifo abierto mientras
echaba una larga siesta hasta que día y noche se confundían.
Aquella
mujer no tenía memoria o, si quedaba algún resquicio de ella, no lo demostraba
en su quehacer cotidiano. Arrastraba sus pies cansados y quitaba, paciente, el
polvo que no terminaba de posarse sobre los muebles. A pesar de la edad y de
los achaques abrillantaba los adornos de bronce, las joyas que se escondían en
la caja de marfil, o limpiaba la cerámica de Sèvres que su difunto esposo le
trajo una vez de un viaje a Francia.
En
la soledad de su casa, la mujer desmemoriada limpiaba, con la consideración de
un santo, un mártir o un héroe, la fotografía enmarcada del viejo dictador
fallecido. Con su sonrisa ufana, la anciana pasaba sus dedos arrugados por el
cristal que protegía la imagen de su adorado asesino. Desde la tumba, o desde
los infiernos, el octogenario dictador, con su vestido militar cruzado por una
ancha banda multicolor, la miraba y le devolvía un saludo sin memoria.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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