Thomas Landis no falleció en el terrible accidente de
tráfico que acabó con la vida del resto de pasajeros del autobús. Cuando
despertó del coma, dos meses después, deseó estar muerto, y no vivir en un
cuerpo paralizado completamente. No podía moverse, ni hablar siquiera, y solo se
expresaba con su mirada desesperada, a la que nadie prestaba interés. Si
hubiera podido clamar una muerte rápida lo hubiera hecho enseguida, pero a su
alrededor todo el mundo se empeñaba en mantenerle con vida, aunque fuera como
la de un vegetal; sin sentido, sin un fin concreto.
Así, a lo largo de los meses siguientes Thomas fue
acumulando odio en su cuerpo exánime. Su mente, que permanecía lúcida y más
activa que nunca, pergeñaba mil planes para acabar con la enfermera, o con el
asistente, y también con los médicos, y con los familiares que venían a verle
cada vez más espaciadamente. Todos se habían convertido en sus enemigos, y todos
le merecían el peor de los destinos.
Justo cuando se cumplió un año de su accidente, el doctor
Bernard Hardy, que le atendía, falleció en su casa en un extraño accidente
cuando se electrocutó en la bañera al caer en ella la radio que escuchaba, y
que estaba conectada a la corriente eléctrica. Días después, una enfermera y un
asistente morían en el mismo hospital, al precipitarse por el hueco de las
escaleras desde un quinto piso… Hubo varias muertes más, todas de personas
relacionadas con el paciente Thomas Hardy que, sin embargo, no podía ser
acusado de nada porque seguía inmovilizado en su cama del hospital. Sin
embargo, Laura Schutz, médica responsable de Thomas, lo acusó públicamente de
ser el asesino de todas esas personas, aunque no pudo explicar cómo lo había
hecho. Desesperada, una noche que estaba de guardia llegó hasta la habitación
de él y le asestó varias puñaladas que acabaron con su vida. Una vez muerto, Thomas Landis se sintió
feliz: tras su venganza había consumado su deseo: que alguien diera fin a su
existencia…
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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