Soy un schweinmann
entre las siete de la tarde y las once de la noche, aproximadamente. Cada día
de la semana, todas las semanas del año. Creo que es así desde que recuerdo. Algo
mal pasó en mi infancia para encontrarme sometido a estos cambios que me
convierten en algo que detesto con todas mis fuerzas. Intento ocultarlo a todo
el mundo, y lo he conseguido hasta ahora. En la ciudad, mis metamorfosis no
hubiesen pasado desapercibidas pero, en el campo, entre plantíos y pastizales
para el ganado, no tengo excesivos problemas. Afortunadamente, mi conversión en
bestia no impide que mantenga mi intelecto humano. O, quizá,
desafortunadamente, porque me gustaría no ser consciente de mi aspecto físico.
Hasta ahora no he tenido problemas de supervivencia, ni
he puesto a nadie en peligro. En alguna ocasión, sin embargo, he tenido que
huir de bestias semejantes a mí, que me confundían con una de ellas y
pretendían hacer conmigo cosas que no necesito narrar a los lectores
inteligentes que puedan imaginárselas, pero siempre conseguí salir airoso de esos
desagradables encuentros. Durante un tiempo no estuve cómodo con la situación.
De hecho, temí caer en un estado depresivo que me llevase al suicidio. ¿Cómo
podía decirle a nadie cuál era mi problema? Hubiera sido objeto de escarnio, de
burla, incluso de desprecio. Por fin, una mañana de verano en la que leía bajo
la sombra de una higuera, descubrí un párrafo de un ilustre filósofo, y
entendí.
Las palabras son más importantes que su contenido, porque
lo condicionan. O eso llegué a concebir. Busqué entonces en varios diccionarios
el nombre para mi condición bestial entre las siete y las once, y hallé la
palabra en un diccionario de alemán. Porque schweinmann,
en definitiva, viene a significar hombre-cerdo. En eso me convierto todas las
tardes-noches del año: en un cerdo. Pero, claro, la palabra, dicha en alemán,
suena mucho mejor y no desagrada mis oídos ni a nadie que no conozca la lengua
de Goethe.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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