El viejo lobo aúlla en la fría noche. Junto a él, varios
lobeznos juegan entre sí, completamente despreocupados de todo salvo de su
divertimento. Sus dientes, limpios y afilados, no muerden las peludas espaldas
de sus compañeros: simplemente las aprietan en gestos cariñosos. Más abajo de
la roca donde se halla el grupo, la manada descansa en silencio, guardando
fuerzas para la próxima caza. El hambre no entiende de juegos.
El
viejo lobo desciende cansinamente la empinada ladera, y vuelve junto a los
suyos. En sus ojos hay una despedida: es su última noche. Lo sintió hace varias
semanas. No le quedan sino unas horas de vida, y su momento ha pasado. Uno a
uno, todos los lobos de la manada se despiden de él; pasan a su lado y lo rozan
con sus lomos dorados, negros, ocres… Una joven hembra lame su hocico. El viejo
lobo siente un escalofrío nada lobuno, y en sus ojos parece que flote el
fantasma de una lágrima.
No
es una noche cualquiera para el viejo lobo. La luna llena está en su ocaso, y
la manada ha desaparecido en la floresta. Queda el cansado animal sentado en
mitad del calvero, y recuerda el pasado con nostalgia. Al principio sintió su
alma encadenada a una maldición pero, conforme pasaban los años, su condena se
transformó en una bendición. Los achaques del cuerpo eran menores con su nuevo
estado. Pero cada nuevo regreso a su origen era más doloroso, y anhelaba la
noche de luna llena para retornar al bosque, con sus parientes caninos.
La noche acaba. El viejo lobo se transforma en el anciano
que jadea agotado por el último cambio. Apenas tiene fuerzas para arrastrarse
hasta un árbol cercano y apoyar su espalda contra él. Desnudo en mitad de
ninguna parte, abandonado de los hombres y de los lobos, el hombre-lobo, el
último hombre-lobo de la historia de la humanidad, llora hasta que sus ojos se
cierran y exhala su postrer aliento.
Porque hay maldiciones que no son tales cuando el tiempo
pone cada cosa en su lugar.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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