INMORTALES
VERSUS INFINITOS
Cuenta la
leyenda que, en un principio, todos los hombres eran mortales y finitos. Nadie,
fuera por méritos artísticos o científicos, fuera por poder o riqueza, estaba a
salvo de la parca. Llegada la hora todos rendían tributo a la muerte.
Hasta que se halló el método para obtener la inmortalidad
o la infinitud. A partir de ese instante, y gracias a un tratamiento sencillo,
los hombres podrían ser inmortales o infinitos. Pero he aquí que se producía el
gran dilema a la hora de decidir. Porque el tratamiento de la infinitud era
incompatible con el de la inmortalidad, y viceversa. Así que si alguien optaba
por ser inmortal renunciaba para siempre a la posibilidad del conocimiento
infinito, y quedaba condenado a permanecer en un sitio concreto toda su vida.
Por el contrario, si se elegía la infinitud, la muerte seguía siendo inevitable
pero, sin embargo, el individuo podría viajar hasta donde quisiese; tanto en el
espacio como en el tiempo. No tenía condicionantes de ningún tipo para
trasladarse, salvo el propio de la edad y el paso del tiempo. En ambas opciones
había un añadido: la esterilidad.
Han pasado doscientos años desde entonces, y hoy solo se
aferran a la existencia unos centenares de hombres y mujeres. Nadie optó por
vivir tal y como habían hecho sus ancestros, porque las promesas parecían mejores
que la realidad del día a día. La mayoría decidió la infinitud, el ansia de
conocimientos: eran los más jóvenes, los audaces, los que valoraban más la
acción que la reflexión. Por el contrario, los ancianos, temerosos de la
llegada de la muerte y la oscuridad eterna, optaron por aferrarse a la vida…
ignorantes de que la inmortalidad no conllevaba el retorno de la juventud
perdida. Con los años muchos, conscientes de esa carencia, se quitaron la vida,
sabedores de que la inmortalidad no les había dado también la invulnerabilidad.
Así fue, almas perdidas que nos leéis, y así lo contamos
a todos aquellos que llegan al vórtice del Universo, ansiosos por conocer qué
pasó con aquella raza que a tanto aspiraba y que jugó todas sus bazas en un
juego del azar... y perdió.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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