Y EINSTEIN LE CONTESTÓ
El
gran vehículo acorazado se aproximaba. A ambos lados de la carretera muchos
hombres, armados de hondas y arcos, aguardaban ocultos entre los árboles.
Cuando se paró debido a un obstáculo atacaron: cientos de flechas y piedras
chocaron contra la superficie del artefacto, pero no lograron hacerle ningún
daño. Furiosos por el fracaso, se
arrojaron sobre la infernal máquina, que seguía inmóvil. Se subieron sobre
ella, y golpearon su superficie con rabia, aunque sin éxito.
De
golpe se produjo un fogonazo. Los primeros hombres que murieron fueron los que estaban
sobre el vehículo o muy próximos a él: abrasados como si el fuego del infierno
los hubiese alcanzado. Los demás no tuvieron mejor suerte porque recibieron una
interminable e infalible salva de disparos que acabó hasta con el último de
ellos.
Tras el
combate se produjo un ominoso silencio. Después, se abrió una escotilla del
vehículo. De ella emergió una figura que nada tenía que ver con los seres
humanos. El venusiano se atusó una de sus tres antenas cerebrales, cerró cinco
de sus treinta ojos y movió su viscosa lengua de un lado para otro, olfateando
un posible peligro. Emitió un sonido muy agudo y sus compañeros, otros cuatro
venusinos como él, salieron del vehículo y pusieron pie en tierra.
Una
vez más, como ya habían predicho sus líderes, los seres humanos habían sido
presa fácil. La paciencia era una virtud, y ellos habían sabido esperar hasta
que los terrestres se habían enfrentado entre sí en una brutal guerra mundial
de la que habían quedado unos pocos supervivientes con escasos recursos para el
combate.
Recordaban una
frase que se había grabado en la sala del Consejo de la capital Sktir de Venus:
“Después de la tercera guerra mundial, en la próxima se emplearán flechas y
piedras”. Eso lo había dicho el ser más inteligente que diera el planeta Tierra
en su historia, un tal Einstein. Ellos, los venusinos, lo único que habían
hecho era esperar a que se confirmar ese vaticinio para iniciar sus planes de
conquista.
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