LOS LATIDOS DE UN CORAZÓN LEJANO
Lejos. Están lejos. Lejos los
corazones latientes, la sangre rejuvenecedora. Los árboles se cimbrean con el
viento nocturno, y la luna resplandece más que nunca.
Él camina solo. Desbroza senderos
que ya nadie transita. La ciudad está apagada como los ojos de los muertos. Ni
una luz, ni un ruido, ni un aliento. Solo la ausencia de los corazones
latientes.
¿Acaso es ese el castigo y no
cualquier otro? La tumba le responde con desafíos llenos de enigmas, y las
letras gastadas de su nombre no le recuerdan a nadie que reconozca. El aire se
vuelve más frío, pero él no lo siente. Está acostumbrado a esa hiemal compaña,
a ese engendro que se llama soledad.
A lo lejos aúlla un lobo. Tal vez la
sombra de un mochuelo cruza el pavimento agrietado. La noche se agarra a su
cuerpo como una hiedra asesina. Soledad. Soledad que anhela los corazones
ausentes.
Por fin, se sienta en un banco del
parque. La madera podrida cruje bajo su peso. Silencio. Un cuervo grazna algo
así como “nunca más”. Si pudiera llorar, lo haría. Pero no tiene lágrimas que
derramar. Igual que no tiene sangre que beber.
La soledad del vampiro en un
desolado planeta carente de vida humana es la más grande de las soledades. Y
más terribles aún son las ansias que calmar. Porque sin sangre no hay descanso,
y sin él solo queda la tortura infinita, o el terrible fin bajo un único y
amargo amanecer.
Y los corazones humanos seguirán
ausentes y lejanos.
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