EL
MISTERIO DE RICHARD BACHMAN
Richard Bachman llegó a New Paradise en otoño. Tenía unos
cincuenta años, y pelo canoso, y siempre llevaba gafas oscuras porque, según
decía, padecía de una grave enfermedad que hacía que le molestase en exceso la
luz. Para los habitantes de aquel pequeño pueblo del medio oeste americano fue toda
una revelación, y un placer, descubrir en la tiendecita que instaló el recién
llegado mil y un detalles que regalar y disfrutar. Podían encontrar en ella
desde bisutería hecha con piedrecitas brillantes que se asemejaban
prodigiosamente a rubís o esmeraldas, hasta juguetes de madera primorosos, que
eran la delicia de los críos. Las mujeres mayores encontraban entre los
estantes más apartados del local viejos artilugios de sus tiempos mozos,
imposibles de encontrar en otro lugar, y los amigos de las antigüedades hallaban
objetos para llenar sus aspiraciones de arqueólogos. Y siempre estaba allí el
señor Richard Bachman, con su sonrisa eterna, su voz dulce y refinada, casi
hipnótica, y sus gafas negras, tras las que se adivinaba una mirada inteligente
y feliz. Así, la tiendecilla se hizo tan familiar a los habitantes de New
Paradise que la consideraron algo fundamental en sus vidas, sin la que estas no
tenían sentido y todo parecía más triste y oscuro.
Un
día se encontraron la puerta cerrada. Pensaron que Bachman había salido a hacer
compras en la ciudad cercana, pero la tienda siguió sin abrirse los días
siguientes, y no aparecía su vecino desaparecido. Por fin, con autorización del
comisario decidieron penetrar en la tienda –donde también tenía su residencia
Richard- y ver si había sufrido un accidente. No lo hallaron, pero hicieron un extraño
descubrimiento en el sótano de la tienda: un muñeco a tamaño natural que era la
viva estampa de Richard Bachman, salvo que no llevaba las gafas puestas y en
lugar de ojos brillaban dos gemas de gran valor. De no ser por aquel detalle
incluso hubiera podido pasar por una persona normal y corriente, tan real
parecía…
Por
supuesto, al señor Richard Bachman no lo encontraron nunca.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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