A LA VENTA MI ÚLTIMO POEMARIO, ESOS DÍAS AZULES

jueves, 4 de agosto de 2016

Microrrelatos para el verano



REBAÑO

            ¡Sois el rebaño! ¡Somos el rebaño, y Tú nuestro Pastor! ¡Soy el Pastor de las ovejas descarriadas, el Pastor que os lleva a refugio seguro! ¡Eres nuestro Pastor, y sólo a Ti te seguimos!

            El hombre introduce a las ovejas en la amplia cueva, excepto a una de ellas, a la que sacrifica en un altar improvisado, para sustentar con su carne asada y su sangre al grupo de pastores con los que comparte su ardua tarea esta noche fría de invierno.

            Dentro del improvisado corral de piedra las ovejas balan la eterna canción del animal que no sabe que su suerte es el cruel cuchillo y el asador sobre la llama, ajenas al destino de su desaparecida compañera, pero confiadas en la voz ininteligible pero amigable de su Pastor.



COMUNISTA

            ¡Comunista!, gritó el grupo de venusianos. Y lo crucificaron en el monte de los olivos…



EL PAISAJE DORMIDO

            A través de las imágenes que me proyecta la pantalla vuelvo al lugar de siempre, viejo conocido. Un clic tras otro, las fotografías de la montaña van cambiando, vistas desde diferentes ángulos, en distintas épocas del año, con colores brillantes o en ocres apagados. La antigua y serena montaña sigue ahí: aquella amiga a la que conocía hace muchos años, cuando yo era joven y ella, señora de milenios. ¡Ya no podré escalarte de nuevo, amada, pero quedan los clics de la mano diestra sobre el ratón bullicioso! Una vez tuve tu alma, ahora sólo una imagen, breve, fugaz. ¡Ay, pero sin este clic, apenas tendría un recuerdo, casi nada!



ERGO

            Me levanté temprano, cuando aún las estrellas titilaban en el firmamento. Desnudo, libre de ataduras, comencé a contarlas. Al tiempo, se iban apagando conforme lo hacía, como si tuviesen vergüenza de ser contempladas y se ocultaran bajo el manto oscuro de la Nada.
            “Quizá”, me dije, “tan solo estén desapareciendo para volver enseguida”.
            Cuando terminé de contar, al llegar al millón doscientas veinticinco mil trescientas seis, el cielo estaba más oscuro que la boca de un lobo desdentado.
            “Quizá”, me dije, “tan solo haga falta contarlas de nuevo para que aparezcan”.
            Pero tenía sueño después de mil años de cuenteo incansable. Me recosté sobre el lecho de abrasante fuego y dormí profundamente hasta que la última estrella, sobre la que reposaba, se apagó con un suspiro de agotamiento.

Todos los derechos©Francisco J. Segovia



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