REBAÑO
¡Sois
el rebaño! ¡Somos el rebaño, y Tú nuestro Pastor! ¡Soy el Pastor de las ovejas
descarriadas, el Pastor que os lleva a refugio seguro! ¡Eres nuestro Pastor, y
sólo a Ti te seguimos!
El
hombre introduce a las ovejas en la amplia cueva, excepto a una de ellas, a la
que sacrifica en un altar improvisado, para sustentar con su carne asada y su
sangre al grupo de pastores con los que comparte su ardua tarea esta noche fría
de invierno.
Dentro
del improvisado corral de piedra las ovejas balan la eterna canción del animal
que no sabe que su suerte es el cruel cuchillo y el asador sobre la llama,
ajenas al destino de su desaparecida compañera, pero confiadas en la voz
ininteligible pero amigable de su Pastor.
COMUNISTA
¡Comunista!,
gritó el grupo de venusianos. Y lo crucificaron en el monte de los olivos…
EL PAISAJE DORMIDO
A
través de las imágenes que me proyecta la pantalla vuelvo al lugar de siempre,
viejo conocido. Un clic tras otro, las fotografías de la montaña van cambiando,
vistas desde diferentes ángulos, en distintas épocas del año, con colores
brillantes o en ocres apagados. La antigua y serena montaña sigue ahí: aquella
amiga a la que conocía hace muchos años, cuando yo era joven y ella, señora de
milenios. ¡Ya no podré escalarte de nuevo, amada, pero quedan los clics de la
mano diestra sobre el ratón bullicioso! Una vez tuve tu alma, ahora sólo una
imagen, breve, fugaz. ¡Ay, pero sin este clic, apenas tendría un recuerdo, casi
nada!
ERGO
Me
levanté temprano, cuando aún las estrellas titilaban en el firmamento. Desnudo,
libre de ataduras, comencé a contarlas. Al tiempo, se iban apagando conforme lo
hacía, como si tuviesen vergüenza de ser contempladas y se ocultaran bajo el
manto oscuro de la Nada.
“Quizá”,
me dije, “tan solo estén desapareciendo para volver enseguida”.
Cuando
terminé de contar, al llegar al millón doscientas veinticinco mil trescientas
seis, el cielo estaba más oscuro que la boca de un lobo desdentado.
“Quizá”,
me dije, “tan solo haga falta contarlas de nuevo para que aparezcan”.
Pero
tenía sueño después de mil años de cuenteo incansable. Me recosté sobre el
lecho de abrasante fuego y dormí profundamente hasta que la última estrella,
sobre la que reposaba, se apagó con un suspiro de agotamiento.
Todos los derechos©Francisco J. Segovia
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