Yo soy un fantasma, y habito en
una casa encantada. No debería ser así, pero las cosas son como son y estoy
aquí por mis propios deméritos. Mientras paseo por los desiertos pasillos,
recorro las vacías habitaciones y subo y bajo las escaleras con paciencia de
siglos, recuerdo los viejos tiempos, cuando yo estaba vivo y esta casa era un hogar,
y no un calabozo.
Los
últimos inquilinos se marcharon hará casi dos días, temerosos de encontrarse de
nuevo conmigo, asustados hasta de sus sombras. Ni siquiera tuve la oportunidad
de explicarme ante ellos, porque el sólo esbozo de una palabra mía resonaba con
ecos de ultratumba por los recodos de la casa. De esta casa traidora que se ríe
de mi desgracia, porque mi figura es mero terror y mi voz una cascada gutural y
deforme.
Esta
casa se venga de mi ofensa del pasado. Creo firmemente que nació a la vida
aquella misma noche que la acusé, entre delirios desesperados, de ser la
culpable de la muerte de mi esposa, que se desnucó al caer por sus escaleras
empinadas y retorcidas. A mi amada jamás le había gustado este lugar y así, en
mi locura, culpé a la casa de haberla matado por odio, y en esa demencia
pretendí destruirla por completo con el fuego con una malsana alegría. Más al
incendiar las cortinas del salón estas cayeron sobre mí, y las llamas se
cebaron en mi cuerpo sin extenderse al resto de la casa, que quedó intacta. Así
morí y mi alma, condenada por los remordimientos y la locura, retornó al último
lugar en el que había tenido un cuerpo vivo que la contuviese.
Me
retiene, me ata a sus losas de mármol, a sus maderas de roble envejecido, a sus
sótanos cubiertos de polvo y su jardín abandonado de flores. Me tiene junto a
ella y cuando, muy de tiempo en tiempo, personas extrañas pretenden habitarla,
me usa para espantarlas porque así mi dolor se acrecentará en la soledad de su odiosa
compañía.
Yo
sólo soy un pobre fantasma. Esa es mi historia.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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