UNA JORNADA DE
TRABAJO EN EL SIGLO XXI
Suenan las sirenas de la fábrica: es la
hora de cambio de turno. Berta S. y Luis M. salen por las puertas del sector
cinco, tras catorce horas de trabajo, con una breve pausa de media hora para el
almuerzo. Se encuentran en la parada del metropolitano, se dan un ligero beso
en los labios, y toman juntos la línea siete, que los llevará hasta su modesto
apartamento, situado en una de las ciudades dormitorio que rodean al enorme
complejo fabril. En el trayecto de una hora apenas hablan, porque todo lo que
tenían que decirse está dicho, y las jornadas de trabajo se repiten con una
monotonía insufrible, amén del cansancio y el hastío. Pero no les queda otra.
Están casados desde hace dos años, y
tienen una hija de siete meses, que dejan en la guardería cuando se marchan al
trabajo, y a la que recogen cuando bajan del metropolitano. Apenas disponen de
un par de horas para besarla y disfrutar de sus gestos y de sus avances, porque
hay que acostarla pronto.
Ya en su hogar, y dormida la pequeña,
Luis M. enciende el televisor: en sus canales se repiten los mismos insulsos
programas de siempre, aparte de un partido de fútbol de tercera división y un
debate político, en el que sus contertulios insinúan un nuevo aumento de la
jornada laboral, o una bajada de salarios, o ambas cosas a la vez.
Berta S. se acerca a su esposo. Se
sienta junto a él y mira sin ver el televisor. Al poco rato murmura con
nostalgia:
—Añoro aquellos viejos buenos tiempos de
Abuelo, donde las cosas eran mejores…
Su esposo asiente con la cabeza. Él
también lo recuerda: parece que fuera ayer cuando Abuelo gritaba en las calles
contra las reformas del gobierno… y donde recibió la bala que lo mató, y acabó
al mismo tiempo con tantas ilusiones.
Pero eso fue hace muchos años, en el
2013. Ahora, veinte años después, le parece que el mundo que les rodea haya
retrocedido doscientos años.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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