Estoy maldito dos
veces. Dos veces que equivalen entre ambas a una eternidad de condena y un
infinito de dolor.
La noche ha caído de nuevo, aunque hoy la luna está
ausente por completo. Es entonces mi momento: me alzo de la tumba donde yazco
escondido durante el día, y salgo de caza.
Porque yo soy un vampiro. Un habitante y depredador de la
noche desde que hace un año un extraño me atacó y mordió en el cuello,
dejándome casi sin sangre y al borde de la muerte. Pero sobreviví, pero
condenado a una no vida.
Dejo atrás mi refugio, y recorro las solitarias
callejuelas de la gran ciudad. Solo, terriblemente solo, porque no hay compañía
humana que me satisfaga, ni amor que pueda corresponder, ni familia con la que
volver y confesarle mi mal. He de sobrellevarlo sin ayuda alguna.
Cada noche, todas las noches del año, de mi eterna vida,
tengo necesidad de beber sangre… humana. Mi cuerpo languidece de una forma
miserable y dolorosa cuando no bebo ese jugo, pero no muere y me azuza aún más,
hasta que grito de rabia y desesperación.
Dije que padezco dos condenas; de la primera acabo de
hablar ya, pero la segunda, que era antigua antes de mi fatal encuentro con
aquel desconocido demonio que me infectó, acrecienta mis males: y es que yo,
además, soy hemofóbico. Trágica e incurablemente, porque odio la mera contemplación
de la sangre y, simplemente imaginar que puedo llegar a verla, hace que vomite
y caiga mareado al suelo.
Por eso me introduzco subrepticiamente en los centros
hospitalarios: porque el suero sanguíneo es de color amarillento y, aunque no
tiene la intensidad y consistencia de la sangre, beberlo evita mis dolores,
aunque me hace seguir estando no muerto. ¡Si pudiera, al menos, quitarme una de
estas dos condenas!
Francisco J. Segoviz©Todos los derechos
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