Abandonaron la Tierra. Fue, exactamente, un veinticinco
de abril del año 23238 después de Cristo… si para esa fecha hubiesen seguido
utilizando el viejo calendario gregoriano. Dejaron atrás el planeta azul; los
océanos, con sus eternas mareas y sus ocasos magníficos; las grandes cadenas
montañosas, nevadas eternamente; los bosques tropicales y los áridos desiertos,
bellos cada uno de una forma diferente pero siempre mágica… Se deshicieron de
las urbes de metal y cristal, de las autovías aéreas, de su arte y su
literatura. Atrás quedaron museos, fábricas, universidades, catedrales, puentes
colgantes, túneles bajo el océano que conectaban continentes, y ruinas
antiquísimas como los orígenes de su civilización.
No hubo duelo, ni lamentos, ni pesar. Tampoco dejaban
atrás un mundo desolado, exhausto o exprimido hasta el último de sus recursos.
La vida, tras ellos, siguió su curso, más libre aún de lo que era mientras
cohabitaban en el mismo mundo. Los cielos no lloraron su partida, aunque se
sintieron más solos, quizá más tristes. El sol siguió apareciendo por el
horizonte e iluminó con sus tonos dorados un mundo que aún tenía muchos
millones de años por delante.
La Luna los vio pasar a su lado, y siguió girando alrededor
de la Tierra, sin moverse un ápice de su trayectoria.
Se fueron del planeta, para siempre, hacia el infinito.
Eran hombres y mujeres, sí, pero habían alcanzado tal grado de desarrollo
espiritual que no necesitaban de sustento material para sobrevivir. Eran
eternos y no tenían límites. Por eso decidieron convertirse en formas etéreas,
abandonar sus cuerpos caducos y su planeta de siempre, y viajar más allá de los
límites del Universo: hacia donde tuvo lugar su nacimiento, miles de millones
de años atrás.
Francisco J. Segovia©Todos los derechos
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