HEPATITIS TERMINAL
Estaba
casi desahuciado. La hepatitis acabaría con él antes de recibir un trasplante
de riñón: la lista de espera era demasiado amplia, y había otros pacientes con
más antigüedad que él en la misma. Se sentía presa de las parcas, y apenas tuvo
consuelo cuando se encontró con un viejo amigo de la infancia.
-Hola,
Miguel – le saludó el hombre canoso y delgado como vara de mimbre.
-Saludos,
Pedro – contestó Miguel, aunque apenas le salía la voz de la garganta.
-¿Qué
te pasa, amigo? Te veo alicaído – lo miró a preocupado.
Pensó
que quizá sería bueno confesar a su amigo las últimas noticias sobre su
enfermedad y el diagnóstico definitivo de los médicos. En el bar, apenas
terminada su confesión, y después de un par de rondas de cervezas, Pedro le
hizo otra pregunta:
-¿Fumas?
-No,
Pedro. No, mi enfermedad nada tiene que ver con el tabaquismo. Más bien es
genética. Los pulmones los tengo en perfecto estado…
-Estupendo
entonces – su amigo sonrió y se atusó el fino bigote.
Al
rato Miguel comenzó a sentirse mal y pidió a su amigo que le llevase hasta su
domicilio. En el trayecto se desmayó. Despertó tumbado en la cama de su casa.
Estaba solo. No sabía cuánto tiempo había transcurrido. Se incorporó de la
cama. Estaba desnudo y le dolía el pecho. Cuando llegó al baño se contempló en
el espejo y su sorpresa fue mayúscula: ¡una cicatriz cruzaba su pecho en
vertical, y tenía otra en el costado, junto al hígado! No recordaba nada.
Alarmado fue al hospital. Tras las pruebas que le hicieron confirmaron sus
sospechas: tenía un hígado nuevo, sano y funcionando correctamente y también
que… carecía de uno de los riñones.
Miguel
no presentó denuncia, ni contó lo que le había sucedido. Nunca más vio a Pedro,
y siempre quedó con la duda de qué hubiera hecho entonces: si condenarle por
quitarle un riñón, o bendecirle por darle un hígado nuevo.
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