UNA SIMPLE HORMIGA
Él era un hombre de
principios. Su boca se había llenado de palabras que decían, a los
cuatro vientos, que nunca se vendería por nada. Libre de culpas, se
paseaba por la vida con la conciencia tranquila.
Así fue hasta aquél
día en que un desconocido le ofreció un millón por aplastar a una
determinada hormiga con su dedo. El hombre de firme moral,
sorprendido al principio por la particular oferta, rechazó en
susurros el dinero pero su egoísmo, dormido hasta entonces, le instó
a realizar el leve gesto, humano y divino en su esencia, de matar a
la anónima hormiga.
Una más entre miles de
millones, qué importa. El hombre aceptó la oferta del extraño.
Recogió el dinero y aplastó sin miramientos al insecto señalado y
condenado.
Un día después el
mundo desapareció entre estallidos de luz y calor.
Si no hubiera matado a
esa hormiga en concreto, al día siguiente, extraviada de su
hormiguero, atraería la atención de una paloma, que volaría rauda
a devorarla, colocándose -casualidades infinitesimales- en la
trayectoria de la bala que un asesino escondido habría disparado
contra el presidente de la primera potencia mundial. Sin la muerte
del dignatario no se hubiera producido el hilo de rápidos
acontecimientos que provocaron la Tercera y última guerra mundial.
Todo por un millón, y
por una simple hormiga. Eso sí, antes de morir, e imbuido por una
enigmática consciencia cósmica que le decía que él era, en última
instancia, el culpable de todo, el hombre “insecticida” se
preguntó quién era el que le ofreció el dinero y le compró el
alma. La respuesta no llegó nunca. No en este planeta, ni en esta
vida.
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