ERGO
Me levanté temprano, cuando aún las estrellas titilaban
en el firmamento. Desnudo, libre de ataduras, comencé a contarlas. Al tiempo,
se iban apagando conforme lo hacía, como si tuviesen vergüenza de ser
contempladas y se ocultaran bajo el manto oscuro de la Nada.
“Quizá”, me dije, “tan solo estén desapareciendo para
volver enseguida”.
Cuando terminé de contar, al llegar al millón doscientas
veinticinco mil trescientas seis, el cielo estaba más oscuro que la boca de un
lobo desdentado.
“Quizá”, me dije, “tan solo haga falta contarlas de nuevo
para que aparezcan”.
Pero tenía sueño después de mil años de cuenteo
incansable. Me recosté sobre el lecho de abrasante fuego y dormí profundamente
hasta que la última estrella, sobre la que reposaba, se apagó con un suspiro de
agotamiento.
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