NUUR
Nuur
deja atrás a su esposa y sus dos retoños. Tiene que salir a buscar comida o
pronto morirán de hambre. Es su responsabilidad. Sale fuera, donde sopla el
viento que levanta la fría nieve. Quizá, con suerte, cace alguna cabra o atrape
algún yak perdido en las montañas.
Desciende
la ladera, dejando atrás el refugio, la pequeña caverna en la que aguardan sus
seres queridos. Camina durante largo rato y otea el paisaje por si descubre
alguna presa, pero sin suerte. Desesperado, desciende aún más de las montañas,
más lejos de lo que lo ha hecho nunca, pero no le queda otro remedio si quiere
encontrar alimento.
Ve
en la lejanía dos figuras borrosas, casi etéreas. Entonces escucha dos potentes
truenos, y siente sobre su pecho dos punzadas lacerantes de dolor. Lleva sus
manos allí y las descubre manchadas de sangre; de su sangre, que tiñe su blanca
piel y el níveo suelo que pisa. Su vista se nubla, sus fuerzas se marchan y
cae, desfallecido, sobre la fría nieve.
Sus
últimos pensamientos, antes de morir, son los de sus seres queridos, que le
esperarán inútilmente y solo verán llegar, en vez de su rostro amable y
querido, la cruel guadaña de la muerte.
Las
figuras se acercan hasta el cuerpo inerte de Nuur.
—¡Es
el Yeti! —exclama uno de los hombres, sin atreverse a tocar el cadáver que se
va enfriando con rapidez.
—¡Seremos
famosos! —le replica su compañero mientras se coloca el rifle al hombro, cuyo
cañón aún permanece caliente tras los dos disparos efectuados.
La
ventisca arrecia en las estribaciones de la gran cordillera del Himalaya, y la
nieve cubre con un manto de silencio a los últimos y desconocidos
supervivientes de una milenaria raza.
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